viernes, 13 de noviembre de 2009

La disyuntiva entre la libertad y la protección social

Anoche salí a cenar con unos compañeros de trabajo y conocí a un chico que estaba opuesto a que se ilegalizara el consumo de tabaco en los bares de la ciudad. Argumentaba que el estado no puede entrometerse en la vida privada y si el dueño del local considera que sus clientes pueden fumar en su establecimiento, entonces el gobierno no tiene porque invalidar sus reglas. Sin embargo, este muchacho también defendía vehementemente el derecho que todas las personas tienen a acceder a la salud.

Yo traté de explicarle, sin éxito pues estaba totalmente cerrado a escuchar, que ambas cosas son incompatibles. Si tu quieres sanidad pública debes estar dispuesto a sacrificar parte de tus libertades. Si quieres ser libre entonces debes asumir todas las consecuencias, positivas y negativas que se derivan de tu libertad. La razón estriba en que la gente cambia de conducta cuando esta amparada mediante un seguro o garantía. Esto se conoce en el campo de la economía como riesgo moral.

El riesgo moral es un concepto muy manejado por las aseguradoras. Cuando una persona conduce un coche que tiene un seguro a todo riesgo, su forma de conducir será menos prudente que en caso de que su seguro cubriera sólo daño a terceros. La forma de actuar de las personas varía en función de las consecuencias que asumen por su conducta. Es por esta razón que las aseguradoras, en la mayoría de los casos, no cubren la totalidad y exigen un deducible a fin de que el asegurado asuma parte de los riesgos.

En un esquema dónde el Estado se hace cargo de los costo asociados a tratamientos médicos, la gente tenderá a cuidarse menos. Las consecuencias de la conducta irresponsable se disipan y las pagan toda la población con sus impuestos. Por ejemplo, si el fumador requiere algún tratamiento especializado por un problema derivado de su adicción, los contribuyentes asumirán el costo del tratamiento. Por esta razón, si una sociedad se plantea una sanidad pública, debe también plantearse la necesidad de ceder parte de sus libertades. En este caso, los gobiernos deberán imponer a la población sus criterios de lo que es una vida saludable y los ciudadanos deberán acatar estos criterios. Si yo fuese primer ministro de España, no sólo prohibiría el consumo de tabaco, si no también vigilaría la publicidad de la comida rápida y trataría de distorsionar los hábitos de compra de la población mediante el uso de impuestos. (oops, esto ya se hace). Seguramente el chorizo, la morcilla, el chicharrón, la pastelería industrial costaría una fortuna.

El problema del tabaco es aún más complicado, pues no sólo daña a quién fuma sino también a quienes están cerca del fumador. Esto se conoce como externalidad negativa. Los no fumadores se ven perjudicados por quienes fuman. Yo plantearía la opción de que aquellos que les guste fumar deban portar un carnet de fumador. Este carnet se utilizaría exclusivamente para comprar tabaco. Quienes no fuman, recibirán una transferencia monetaria de aquellos que fumen a forma de compensación económica.

La libertad absoluta no existe. Somos esclavos de las consecuencias derivadas del uso que le damos a nuestra libertad limitada. Además, toda forma de protección conlleva una pérdida de libertad. Por esta razones la decisión no es sencilla.